MI INFANCIA

No está de más aseverar solemnemente que nací con enormes inquietudes espirituales; negarlo sería un absurdo.

Aunque a muchos les parezca algo insólito e increíble, el hecho concreto de que haya alguien en el mundo que pueda recordar en forma íntegra la totalidad de su existencia, incluyendo hasta su propio suceso del nacimiento, quiero aseverar que yo soy uno de esos.

Después de todos los consabidos procesos natales, muy limpio y hermosamente vestido, deliciosamente fui colocado en el lecho materno junto a mi madre…

Cierto gigante muy amable, acercándose a aquel sagrado lecho, sonriendo dulcemente me contemplaba, era mi padre.

Huelga decir claramente y sin ambages, que en el amanecer de cualquier existencia andamos originalmente en cuatro patas, luego en dos y por último en tres. Obviamente la postrera es el bastón de los ancianos.

Mi caso en modo alguno podía ser una excepción a la regla general. Cuando tuve once meses quise caminar y es evidente que lo logré, sosteniéndome firmemente sobre mis dos pies.

Todavía recuerdo plenamente aquel instante maravilloso en que, entrelazando mis manos sobre la cabeza, hiciera solemnemente el signo masónico de socorro: “ELAI B” NE AL’MANAH”.

Y como quiera que todavía no he perdido la capacidad de asombro, debo decir que lo que sucedió entonces me pareció maravilloso. Caminar por vez primera con el cuerpo que a uno le ha dado la Madre Natura, es fuera de toda duda un prodigio extraordinario.

Muy serenamente me dirigí hasta el viejo ventanal desde el cual podía verse claramente el abigarrado conjunto de personas que aquí, allá, o acullá, aparecían o desaparecían en la calleja pintoresca de mi pueblo.

Agarrarme a los barrotes de tan vetusta ventana, fue para mi la primera aventura; afortunadamente mi padre ‑hombre muy prudente ‑ conjurando con mucha anticipación cualquier peligro, había colocado una malla de alambre en la balaustrada, a fin de que yo no fuese a caer en la calle.

¡Ventana muy antigua de un alto piso! ¡Cuánto la recuerdo! Vieja casona centenaria donde diera mis primeros pasos…

Ciertamente en esa deliciosa edad, amaba los encantadores juguetes con que los niños se divierten, más esto en modo alguno interfería mis prácticas de meditación.

Por esos primeros años de la vida en que uno aprende a caminar, acostumbraba sentarme al estilo oriental para meditar…

Entonces estudiaba en forma retrospectiva mis pasadas reencarnaciones y es ostensible que me visitaban muchas gentes de los antiguos tiempos.

Cuando concluía el éxtasis inefable y retornaba al estado normal común y corriente, contemplaba con dolor los muros vetustos de aquella centenaria casa paternal, donde yo parecía, a pesar de mi edad, un extraño cenobita…

¡Cuán pequeño me sentía ante esos toscos murallones! Lloraba… ¡Sí! como lloran los niños…

Me lamentaba diciendo: ¡Otra vez en un nuevo cuerpo físico! ¡Cuán dolorosa es la vida! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!…

En esos precisos instantes acudía siempre mi buena madre con el propósito de auxiliarme, a tiempo que exclamaba: “El niño tiene hambre, tiene sed,” etc., etc., etc.

Jamás he podido olvidar aquellos instantes en que alegre corría por los solariegos corredores de mi casa…

Entonces me acaecían insólitos casos de Metafísica trascendente: Me llamaba mi padre desde el umbral de su recámara; yo le veía en ropas de dormir y cuando intentaba acercarme a él, se esfumaba perdiéndose en la dimensión desconocida…

Empero, confieso sinceramente que este tipo de fenómenos psíquicos me eran muy familiares. Entraba sencillamente en su alcoba y al verificar en forma directa que su cuerpo físico yacía dormido entre el perfumado lecho de caoba, me decía a mi mismo lo siguiente: ¡Ah! lo que sucede es que el alma de mi padre está afuera porque su cuerpo carnal en estos momentos está durmiendo.

Por aquellos tiempos comenzaba el cine mudo y muchas gentes se reunían en la plaza pública durante la noche, para distraerse observando películas al aire libre en la rudimentaria pantalla: una sábana bien templada, clavada en dos palos debidamente distanciados…

Yo tenía en casa un cine muy diferente: me encerraba en una recámara oscura y fijaba la mirada en la barda o pared. A los pocos instantes de espontánea y pura concentración, se iluminaba espléndidamente el muro cual si fuese una pantalla multidimensional, desapareciendo definitivamente las bardas; surgían luego de entre el infinito espacio, paisajes vivientes de la gran naturaleza, gnomos juguetones, silfos aéreos, salamandras del fuego, ondinas de las aguas, nereidas del inmenso mar, criaturas dichosas que conmigo jugueteaban, seres infinitamente felices.

Mi cine no era mudo, ni en él se necesitaba a Rodolfo Valentino, o a la famosa Gatita Blanca de los Tiempos idos.

Mi cine era también sonoro y todas las criaturas que en mi pantalla especial aparecían, cantaban o parlaban en el Orto purísimo de la divina lengua primigenia, que como un río de oro corre bajo la selva espesa del sol.

Más tarde, al multiplicarse la familia, invitaba a mis inocentes hermanitos y ellos compartían conmigo esta dicha incomparable mirando serenamente las figuras astrales en la extraordinaria barda de mi oscura recámara…

Fui siempre un adorador del Sol y tanto al amanecer como al anochecer subía sobre la techumbre de mi morada (porque entonces no se usaban las azoteas) y sentado al estilo oriental como un yogui infantil, sobre las tejas de barro cocido, contemplaba al astro rey en estado de éxtasis, sumiéndome así en profunda meditación: buenos sustos se llevaba mi noble madre viéndome caminar sobre la morada…

Siempre que mi anciano padre abría la vieja puerta del guardarropa, sentía como si me fuese a entregar aquella singular chaqueta o casaca de color púrpura en la que lucían dorados botones…

Vieja prenda del vestir caballeresco que usara con elegancia en aquella mi antigua reencarnación en que me llamara Simeón Bleler; a veces se me ocurría que entre ese armario viejo pudieran también estar guardados espadas y floretes de los antiguos tiempos.

No se si mi padre me comprendiera; pensaba tal vez que pudiera entregarme objetos de esa antepasada existencia; el anciano me miraba y en vez de tales prendas me entregaba una carreta para que con ella jugara; juguete de dichas inocentes en mi infancia…

Samael Aun Weor

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